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Final rojiblanca


El Atlético de Madrid volverá a jugar una final europea dos años más tarde, para ello ha tenido que jugar desde julio eliminando múltiples rivales a su paso y, lo que es más complicado,  consiguiendo una racha de 11 partidos ganados consecutivamente hasta el momento, nada más y nada menos que no se pierde desde que el 20 de octubre (¡qué lejos queda aquello!) el Udinese acabase con nosotros en tierras italianas. Por el camino han ido cayendo el propio Udinese, Celtic, Rennes, Lazio (dos partidos), Besiktas (dos), Hannover (dos) y Valencia (dos), síntoma de gran fortaleza en la competición, porque entre esas victorias se haya el fútbol británico, el catenaccio italiano, el infierno turco (venido a menos), el verdugo del Sevilla y los llorones/farfulleros del Turia. 

El equipo de Simeone llegaba a la vuelta de la semifinal con una ventaja de dos goles (4-2), pero con la sensación de que se había perdido una ocasión única de dar un golpe definitivo a la eliminatoria al haber encajado un postrero con de Ricardo Costa cuando el partido expiraba. Demasiado premio para un rácano y ultradefensivo Valencia que con tan sólo dos corners le había bastado para desbaratar un auténtico partidazo rojiblanco. A pesar de todo eso, la ventaja debía de ser suficiente para obtener el billete a Bucarest. 

El Valencia, como se presumía, salió a por todas. Debía marcar un gol rápido para meter el miedo en el cuerpo, daba igual encajar un gol porque ya estaban fuera, también, como era de esperar, el Atlético defendía su renta con uñas y dientes esperando una contra que matase a los chés. Pasó de todo, múltiples corners, balones colgados al área buscando a Soldado, disparos desde la frontal… todo ello bajo la batuta de Canales y Parejo, los dos ausentes de la ida. 

El partido era un absoluto frontón en el que Courtois se erigió como el portero imbatible al que ningún delantero se quiere enfrentar, y a los balones que no llegaba el belga se encargaba algún zaguero de achicar agua, ya fuera con un pelotazo o concediendo saque de esquina, la consigna era “complicaciones las justas”. La angustia comenzaba a aflorar en el aficionado colchonero, propenso a creer (y con razón) que el apocalipsis se acerca, ni Falcao ni Adrián rascaban bola, el primero preocupado de merodear en campo contrario fijando centrales, y el segundo tapando las subidas del bocazas de Jordi Alba. Entre tanto, Mario se incrustaba como tercer central y Tiago formaba un trivote con Diego-Arda. El Atleti estaba cortocircuitado. 

Pero pasó el agobio, pasados los 40 minutos, el cansancio empezó a aflorar entre los horchateros, momento que aprovecharon los visitantes para desperezarse, controlar “algo” la posesión e incluso soltar una contra que casi termina en gol de Falcao. Juanfran había salido rápido desde la defensa, soltó el balón al desmarque de Turan a la espalda del central (Costa) y sólo la premura de Alves a la hora de salir a atrapar el balón en el punto de penalti abortó el presumible gol atlético. 

Así se llegó al final del primer tiempo, con los nervios en el estómago y los cojones en la nuez, no quiero ni imaginar si sólo hubiésemos tenido un gol de renta. Aunque probablemente un equipo de Emery jamás hubiese tomado los riesgos del primer tiempo en ese caso. 

En la segunda parte el tiempo corría a nuestro favor, eso y el cansancio reseñado en las filas cornúpeto-levantinas, a su vez todo hacía indicar que de alguna ocasión dispondríamos, tan solo había que aprovecharla. Dicho de esta manera, parece sencillo. Mario, nervioso durante el primer acto, dejaba paso a un Gabi con mayor rigor táctico (¿se llama así?). 

Los primeros cinco minutos se pasaron volando, todo parecía indicar que veríamos más tranquilamente la segunda parte… sin embargo, volvieron a arreciar los centros al área, ya fuera a balón parado o en jugada, volvía a erigirse la defensa como gran activo (sorpresivamente). En esas, Emery, al ver que le quedaban 35 minutos para marcar dos goles, decide dar entrada a un cabeceador como Aduriz por Jonás, ya no podía ser más ofensivo… justo cuando, un minuto o dos más tarde se rompe Canales tras una pugna con Gabi, en esa jugada se ve como el cántabro se dobla la rodilla solito. Muy mala pinta la de esa lesión, y peor la que le esperaba al Valencia, desprovisto de su mejor jugador hasta el momento con una eliminatoria que remontar a contrarreloj. Mathieu entraba al lateral y el bocazas de Jordi Alba al extremo. 

Justo en esos momentos de reajuste el balón le llega a Diego en el centro del campo, y de una jugada que apenas inquieta, se saca un pase de 25 metros hacia un Adrián desmarcado, que interpreta la jugada maravillosamente, haciendo un control orientado con el pecho y reventándola mientras bota hacia la escuadra más alejada, un golazo digno del pase a una final. 


A partir de ese momento, el Atlético se sacudió el complejo y los locales sintieron una losa de tres goles sobre sus cabezas. Injusto decían en la retransmisión, casi tanto como que el Valencia hubiese llegado con el 4-2 y no con el merecido 4-0. El resto del partido no hubiese pasado de la anécdota si no fuera por la falta de deportividad ché, reclamando un penalti de Tiago en una mano de Tino Costa, con tangana incluida y lucimiento en el mundo de la interpretación del tal Jordi Alba (un robo que no le empuren por fingir), que le costó la expulsión a un nervioso Tiago, preocupado por el amago de penalti que había pitado el trencilla. 

Con la expulsión, los cambios de Turan y Diego para asegurar su presencia en la final y un par de jugadas ofensivas que no llegaron a buen puerto, terminó la semifinal. Unos lloran (la cabra siempre tira p’al monte) y otros ríen. 

La final el 9 de mayo frente al Athletic en Bucarest, ya tienen cita, no hagan planes.